LA ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA 213

26 May 2016 at 20:58 2 comentarios

Marx y Nietzsche tienen otra envergadura que los idealistas alemanes. Nos son más próximos. Pertenecen a nuestro tiempo. Difícilmente podamos afirmar que Fichte o Hegel hayan protagonizado el pensamiento del siglo XX, sí lo hicieron Marx y Nietzsche.
Tanto en el terreno político como en el filosófico, ambos fueron objeto de reelecturas, escuelas, capillas, y voceros de toda índole.
Para Glucksmann los dos filósofos son maestros pensadores. Bajan línea, filosofan desde una majestad y escriben con mayúsculas. Convergen en la afirmación de que los poderosos imponen los valores. Los dominadores saben cómo hablar por la boca de los dominados. Analizaron las formas de la servidumbre voluntaria. Capitalista y Proletario como Amos y Esclavos, conforman los bandos de la guerra interpretada en nombre del materialismo o del nihilismo.
Las relaciones humanas se leen en términos de control y conquista, las dos caras del poder. La verdad es indisociable de la disuasión. La desvalorización de los valores supremos y la lucha ideológica no tienen final hasta que el mundo cambie de raíz y el hombre actual desaparezca. Una sociedad sin clases y sin dinero, sin escasez y con sobreabundancia, en la que el superhombre puede disfrutar de su voluntad de existir sin necesidad de ninguna formación reactiva, nos dan la imagen nietzscheana del niño jugando en la arena en las orillas del tiempo que va y vuelve; o de una fraternidad que al volver al estado en que el trabajo al ser actividad libre y no necesaria, tiene los placeres de la gratuidad.
Son grandes filósofos, Glucksmann no deja de respetarlos. Encomia los ensayos históricos de Marx, y lo considera como el gran pensador de la organización industrial naciente. Pero señala que más allá de estas virtudes, en lo que respecta a su visión panorámica de la historia, tiene el rostro magnífico del maestro pensador que corta el universo en casilleros en los que marca la mayúscula definitiva: El Capital, el Trabajo, el Estado, el Partido, la Revolución.
Glucksmann pregunta: “¿Qué hemos ganado con la sustitución del capitalista por el funcionario? Axioma: los maestros pensadores se pasan el poder unos a otros. No lo hacen por mala voluntad o por egoísmo. Del `capital´ al `socialismo´ el poder reside en poder abstraer, concebir, lo que significa `dominar´ (Hegel). Los maestros pensadores se dedicaron únicamente a comentar con delicadeza y detalle, los sutiles e interminables punto de vista de quienes dominan; desde esa perspectiva, el dominado, encerrado en su particularidad, no tiene un punto de vista propio”. (256)
Es una misma llama olímpica la que de una mano a otra se pasan los maestros pensadores. El nihilismo anuncia la desmesura, la total falta de medida que define a la voluntad de poder. Nihilismo activo de la producción por la producción misma, del consumo por consumir más, de la acumulación por la acumulación. Es el Yo-Yo de Fichte, el discurso especulativo de Hegel que se transparenta en su retorno a sí mismo, el movimiento dialéctico del Capital y la revolución que al ser radical siempre se reencuentran a sí mismos.
Como adyacencia a este movimiento rotativo infinito, el prefijo “auto” le es funcional. De la emancipación a la autoemancipación, de la gestión a la autogestión, de la creación a la autocreación…después el autor se dedica a jugar con las palabras automóvil y auto-ridad.
Glucksmann dice que nada de lo que sucede y de lo que dice justifica ser pesimista. El pesimismo filosófico le resulta cómico, nadie puede saltar sobre el mundo para juzgarlo. No estamos fuera del mundo ni podemos evaluar su valor total. “En síntesis, no tenemos el derecho de representarnos a nuestro intelecto de un modo contradictorio como una creencia y simultáneamente como el conocimiento de que esa creencia no es más que una creencia” (272)
Y para terminar con la misma circularidad que la invocada, y con el contexto que inició el comentario de este libro, “Los maestros pensadores” termina con la descripción de una escena que cinco años antes discutía Foucault con los dos nuevos filósofos, uno de los cuales era Glucksmann.
En aquella oportunidad vimos con el tema de la justicia popular tenía para Foucault enorme importancia porque se trataba de pensar en los modos de impartir justicia independientemente de la constitución de tribunales. Dió el ejemplo de la revuelta de 1793 por la que el pueblo parisino amotinado se resiste a la leva para combatir a los ejércitos invasores si antes no se ejecutaban a los enemigos del pueblo amurados en la prisión. Se preguntaba si el caso no era el de una justicia popular que había evitado la presencia de magistrados y los juicios de acuerdo a una necesaria si no legítima reinvindicación política.
Los dos nuevos filósofos aceptaban el valor histórico del acontecimiento pero no estaban de acuerdo en que pudiera constituirse en un modelo de justicia para el momento en que las masas y sus dirigentes tomaran el poder, ya que las contradicciones en el seno del pueblo podían subsistir y el ejército rojo – ejemplo más útil que el de una revolución con dos siglos de antigüedad – debía hacerse cargo de la justicia aún con tribunales revolucionarios.
El Glucksmann de “Los maestros pensadores” ya no es el mismo que el de la discusión un lustro atrás, lo que ahora ve en la denominada por los historiadores “masacres de setiembre” es el terror de bandas de desenfrenados cuyo origen social distaba de ser tan popular como se pretendía. Una mezcla de clases arrasaron con prisiones en varias regiones de Francia ajusticiando en su gran mayoría a detenidos comunes, gente de baja estopa, ladronzuelos, vagabundos, prostitutas y miembros del bajo clero.
Lejos de un proceso emancipatorio como creían en aquella ocasión, era una muestra de un clima de terror que en nada contribuía a un proyecto de fraternidad universal y a un modelo de justicia popular.
El diagnóstico de Glucksmann es definitivo. La justicia impartida sin magistrados es un acto terrorista, un hecho abominable sea rojo o blanco. Los dos extremos parten de las mismas categorías morales.
Por lo que entendemos la dedicatoria que el autor ofrece en el comienzo del libro a ese loco que proponía el intercambio entre dos tiranos supuestamente enfrentados.
Después de las revelaciones del Gulag, la filosofía francesa volcada a pensar el poder y la revolución, vuelvo sobre sus piés para meditar sobre el terror. La verdad y el terror, el poder y el terror, el saber y el terror.
Es lo que el mismo Foucault llamó el efecto Soljenitzn.
En mayo de 1977, en la revista Le nouvel Observateur, Michel Foucault comenta el libro de André Glucksmann “Sur les Maîtres penseurs”. Titula su texto: La grand colére des faits ( La furia de los hechos).
Dice: “Escuché recientemente a Glucksmann decir que había que abandonar la vieja pregunta de Kant. ¿qué debo esperar?, por la siguiente. ¿De qué hay que desesperar?”.
Con esto, prosigue en su comentario, no intenta formar parte de quienes tienen la profesión de ser los Kierkekaard del marxismo, una pose muy codiciada en la época. No busca hundirse en la angustia tras haber descubierto los crímenes del stalinismo. En todo caso, el intento es el de no ser hegeliano, el de romper amarras con la astucia de la razón y con el sentido de la historia que saben bien explicar las causas necesarias de lo que es abominable.
Escribe Foucault: “El desafìo decisivo para los filósofos de la Antigüedad, era su incapacidad de producir sabios; en el Medioevo, racionalizar los dogmas, en la edad clásica, fundar la ciencia; en la época moderna es la aptitud de explicar y justificar las masacres. Los primeros ayudan al hombre a soportar su propia muerte, los últimos, a aceptar las de los otros” (Dits et Écrits, pag 278).
Dice además que en materia de masacres hay abundancia. Las matanzas napoleónicas, Hitler, Stalin, los genocidios coloniales, la enumeración neutraliza las emociones, en lo que hay que pensar es en las justificaciones de las mismas. Por eso destaca la explicación sobre la base de “errores” cometidos. Es el caso de las críticas que se hicieron del stalinismo al interior del marxismo. En este caso no se habla de “excesos” como en otros casos de crímenes políticos, sino de un particular caso de desviación que es necesario corregir, que a Foucault le interesa porque dio lugar a una especial actividad en el mundo filosófico francés. Nos referimos a la necesidad de volver a los textos para evitar no sólo la repetición de los supuestos errores, sino a elaborar una revolución teórica, un nuevo saber sobre la revolución.
Desde ya que en la mira está el althusserianismo de aquellos años. Foucault señala que bien hizo Glucksmann en centrar en el siglo XIX su estudio, ya que durante ese lapso de tiempo la filosofía se ocupó de la constitución del estado y su relación con una revolución que emergía como amenaza y promesa a la vez.
Dice que, por lo general, en Francia, se pensó “en” la revolución, pero no el hecho mismo de “la” revolución. Hubo dos excepciones: Auguste Comte y Sartre. Por lo que Foucault, tal como disfrutaba hacer y repetir, enviaba su sincero reconocimiento al autor de “La crítica de la razón dialéctica”, con un pequeño empujón para recolocarlo un siglo atrás.
Agrega que los filósofos alemanes del siglo XIX, pensaron la confluencia entre estado y revolución, un punto de convergencia que para efectuarse, y de acuerdo al libro de Glucksmann, debía conjurar los peligros de la presencia de cuatro enemigos:
1) El judío. Peligroso por el hecho de representar la ausencia de terriotorio, el dinero circulante, el vagabundeo, los intereses particulares, y una relación inmediata con Dios. Todas estas características eran modos de escapar al poder del estado, y obligana a pensar en las medidas que debían tomarse para despojar al judío de sus señas particulares y convertirlo en un griego.
2) Panurgo. El personaje de Rabelais es el indeciso, un hombre atrapado por la doble ley de la paradoja disciplinaria que le ordena desobedecer con lo que lo domestica y lo convierte en un ser obediente; o le pide rebelarse para cumplir con lo que manda la ley.
3) Sócrates. El hombre que con su “sólo sé que nada sé”, empuña el arma con los maestros del pensamiento que se dirigen a nosotros como a unos ignorantes que deben depositar su confianza en quienes realmenet saben. Sócrates contra los diplomados, contra el universitario, el funcionario, el miembro del partido, el dirigente, la elite.
4) Bardamu. El personaje de “Viaje al fin de la noche” de Céline, el desertor que manda a pasear a la patria, a los coroneles, a toda la bazofia que usa a la gente conmo carne de cañón.
Por eso dice Foucault que los maestros del pensamiento enseñan que en nombre del estado, de la revolución, del amor a la ciudad y a la patria, en defensa de las libertades respetuosas de la gente respetable, y fundamentado en la jerarquía de los saberes, sobre todos estos pilares, los grandes pensadores enseñaron la necesidad de la aceptación de las masacres.
Señala que Glucksmann desmonta desde la derecha o desde la izquierda, la escena en la que juega la política, y en medio de los fragmenos dispersos, introduce al desertor, al ignorante, al indiferente y al vagabundo.

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2 comentarios

  • 1. federico miguel (@fedemiguequinte)  |  26 May 2016 a las 23:55

    Brillante el banquete de conceptos que me dejan enceguecido, hoy dionisio me ayudara a brindar por mas textos así.

  • 2. Marcelo Grynberg  |  27 May 2016 a las 8:57

    Ver chiste de Miguel Rep en Pagina 12 del Viernes 27 de mayo de 2016.


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